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Reseña cómic El color de las cosas

Reseña cómic El color de las cosas

Martin Panchaud

Reservoir Books

Hay algo en este inédito cómic que desafía las convenciones establecidas. Polémico por su estilo, hasta el punto de servir de chanza para algunos expertos eruditos del Noveno Arte —¡Oh, Señor, guarda su salud siempre!, a estos y otros críticos—, pero al mismo tiempo multipremiado en festivales (Fauve d`Or del Festival de Angoulême), quizás por lo radical de su propuesta formal.

“El color de las cosas” del suizo Martin Paunchaud, un fenómeno editorial que descubrí en un artículo de Babelia, pero que también ha funcionado con el viejo método boca-oreja, es una historia contada en plano cenital, cuyos personajes son círculos cromáticos, rodeados a su vez de otro círculo de color. Para que se hagan una idea, es como si las fichas de un casino cobrasen vida y protagonizasen un thriller oscuro, en modo road movie, con trasfondo social.

No se lleven a engaño, a pesar de su angulación aérea, como si vieran los diseños de una casa, pero con circulitos habitando sus estancias, estos parecen cobrar vida. El drama y la premisa, dura pese a las trazas cómicas, consiguen que empatices de una manera imprevista. No ves las caras de esas fichitas de color, pero son como tus amigos de toda la vida, con los que te criaste en un solar lleno de jeringuillas, si no eran ustedes de clase acomodada.

El guion, por no meterme en el asunto del dibujo, me parece sobresaliente, con giros inesperados, que recuerda una mezcla entre el cine de Ken Loach o el de Sean Baker, el autor de joyas como Tangerine o The Florida Project.

La premisa inicial sorprendente: Simon Hope (el apellido lo dice todo) tiene 14 años, es gordo, sufre abuso escolar —algo que ya parece de Perogrullo— y vive en una familia disfuncional. Su padre es el clásico hijo de puta que solo bebe, vaguea y se gasta el dinero en apuestas. Y la madre, por el contrario, es una sufrida ama de casa que aguanta a semejante espécimen con forma de ficha de póker. Un día, una adivina predice al chaval que va a forrarse jugando a las carreras. Éste no tiene mejor idea que gastarse los ahorros familiares en apostar al caballo ganador que le chivó la pitonisa. Y entonces Simon gana 16 millones de libras. Desde ese momento, lo que parece la salvación para él y su familia, se convertirá en una auténtica pesadilla.

Hay una cosa que me llama mucho la atención de este tebeo y es la forma del autor para describir los detalles. Dado que todo se ve desde una perspectiva cenital, a menudo el autor se sumerge en la composición de objetos, la anatomía humana, maquinaria o el recibo de la compra. Incluso resuelve las peleas de una manera harto original, recordando a los viejos videojuegos del siglo pasado, con su barrita de vida que va menguando a cada hostia.

En una entrevista que leí al autor, éste contaba que sufrió dislexia de niño y llegó a ser dibujante de manera tardía. De hecho, su profesión es la de diseñador gráfico, de ahí que se entiendan los aspectos formales de la historia, pero lo milagroso de todo es sentir que unas figuritas redondas cobran una humanidad desbordante, como la de aquellos replicantes de Blade Runner, ávidos de poder vivir más. Como si una ficha de ruleta se volviera y te dijera a la cara: “Yo he visto cosas que vosotros, simples humanos, nunca creeríais”.

Redacción: Gonzalo Visedo

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